La casa se me multiplicó. Encontré úteros maternos esparcidos por toda la tierra. No sé si ocurrió en el tiempo del sueño, cuando mis ojos olvidaron la puerta de la luz, o si fue mi propia vigilia y su movimiento infinito lo que me hinchó de casas. Mi cuerpo se amistó con cada rincón, con cada brazo y cada pierna que rozó mi humanidad. Y entonces pude recordar. Los besos tardíos como soles madrileños. Los abrazos anchos y felices en donde cobijé mi ira convertida en canción. Tu risa aupada en mi frente, volando en los infiernos de aquel tren equivocado. Nos acomodamos a aquella tierra, a aquella barra, a aquella casa tan nuestra que nunca fue tuya ni mía. A ese aire seco, aire muerto que nunca sopló, vientos inventados que movían tu cabello y secaban mis labios. Un lugar que nunca fue, y nosotros dos, más vivos que nunca. Nos metimos por el pequeño ombligo del amor y encontramos la risa. La carcajada infinita y muda que reposa oscura en tus ojos tan claros. Inventamos la ruta y nos inventamos a los amigos, los más fieles que tuvimos. Los días se hicieron tan largos que no pudimos precisar el fin. Y justo en el día en que mi cuerpo se instaló en la rutina de su plenitud, el viaje terminó. Los ojos se me cayeron como dos pequeñas gotas, y tú empezaste a morir, poco a poco.
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Margarita
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