Deformada por el trino de ese pájaro
me detengo.
Cierro mis huesos como me dijiste,
como se cierra la piel cuando hace frío.
Anestesiada de mañanas, camino
con la noche metida tan adentro
que ya no sé si ando de ojos cerrados.
En esa vértebra inquieta que sostiene
mi memoria, te encontré.
Dibujabas planetas como quien trata de
disernir el orden cósmico.
Te veo y detienes el trazo.
El pájaro se calla, y volteas los ojos.
Encuentras el silbido cansado de mi recuerdo
y te sabes fantasma, ráfaga de viento, estrella fugada.
No te mueves.
Sigues pendiendo, delicado,
de la noche en la que yo te he puesto,
solo y lejano.
En medio de todas las siluetas escupidas por tu mano,
pude ver mi forma.
Me cincelabas con pericia de orfebre
como si en tu pulso descansara mi futuro más cercano.
De entre todas las formas posibles
me elegiste sentada.
Y era tan definitivo mi asentamiento
que no parecía haber en el mundo otra forma de ser y de estar.
Con silla o sin ella,
la contundencia de mi posición me dejó muda.
Era yo toda una postura fosilisada
sentada como se sientan esos que,
ante la elocuencia de su sentadez
ya no saben cómo volver sobre sus pies.
Entonces vino,
como siempre viene,
un estremecimiento:
temblor del tiempo apostado en mi frágil carne.
tus manos derretidas mojaban el lienzo.
Presencié el deshaucio de tu firme forma que,
súbitamente efímera se despegaba de tus partes.
Un sol voluptuoso y desbocado
vengó la forma impuesta por tus formas.
Y aquella arrogante destreza del cuerpo sentado
se derrumbó junto a tus alicaídas manos.
Todo quedó suelto.
Mis piernas, risueñas,
saludaban como si fueran manos.
De los ojos, que sólo conocían noche,
brotaban lenguas inquietas que se paraban
para ensuciar tu nombre.
Deslumbrada por la súbita tontería que arropó este cuerpo
me desparramé
dis
lo
ca
da
por el espacio.
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