Tan pronto abrieron la puerta, supe que había cometido un error. Me asomé con cierta timidez, y sentí ese peso ingrávido de las miradas cayendo sobre el cuerpo. Como si se acumularan en mi piel todos los muros, y todas las paredes. No sé si pasó. Pudo haber sido parte de mi delirio. Es así.
En aquellos días todo el mundo hacía fiestas, y yo todavía no lograba encajar en ninguna. Me sabía rara, como atravesada por una isla que me halaba y de la que no podía salir. A veces creía que me ahogaba. El aire se trababa, las manos eran fuentes de agua. El cuerpo una cascada. Esa noche, cuando abrieron la puerta, supe que mi vida se había convertido en un traspiés. Era como si hubiera perdido el hábito de los espacios. Los lugares se cansaban de mi cuerpo. Las formas se me complicaban. Los árboles altos me asustaban. Estaba sola. Y saberlo como lo sabía me dolía más que la soledad.
Aquellos días había leído mucho, y la música no paraba. Mi cuarto era una herida abierta. Nadie entraba. Cerraba la ventana que venía a proponerme el día. Y el día sabía que yo estaba sola, y la ventana suplicaba, la ventana lloraba porque las hojas chocaban contra ella. Naturaleza muerta. Afuera, adentro. Todo se me venía pudriendo, y no había fiesta que pudiera resolverlo. Porque estaba sola y ellos lo sabían. Y su compañía se veía de pronto socavada por la grieta que salía de mi voz cada vez que yo trataba. Cada vez que me cansaba del miedo. Cada vez que yo quería cortar la noche que dormía siempre en mi casa, y llenarme de soles. Todo el día.
Por eso me mudé. De casa, país, de idioma. Ayer fui a una fiesta. Tan pronto abrieron la puerta, supe que había cometido un error. No duré ni cinco minutos. He aprendido a no insistir.
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