domingo, 7 de diciembre de 2008
A parecido II
Así es como empieza esta historia. Llena de desvíos. Palabras a punto de abrirse, miradas al borde de mis ojos, un dedo imaginándose una caricia. La imaginación del dedo huérfano que no encuentra un pedazo de piel en donde arrodillarse. ¿Qué no? ¿Nunca has visto un dedo de rodillas? Pues te digo que así es como empieza esta historia. Como si no empezara nunca, porque estoy aquí delante de un hombre que, como ya dije, no es sombra, ni es esquina. Es un centro, de algún punto, de algún universo que no es el mío. Y me cuesta, desde todas las fisuras en las que me contengo cuando siempre me desbordo, asirlo. Porque yo estoy aquí, con un vestido de flores que me hace más joven, sentada en un sillón mirando al hombre que me mira, desde una butaca amplia en donde se estira su gran espalda. Y veo que mis pies son como dos niños escondidos debajo de mis muslos. Y sigo viendo la lluvia desde la ventana, y eso dificulta un tanto más mi narración. Porque lo vivo se me mezcla con lo muerto. Mis pies acurrucados debajo de mi falda guardan el calor de un cuerpo, pero las gotas que sigo viendo caer parecen heladas. Me guardo los pies de una lluvia que no me toca, pero que yo siento como una amenaza latente. Y mis pies desnudos contrastan con los zapatos mojados del hombre que está delante de mi. Zapatos mojados. Pies secos. Porque este hombre viene de la calle, viene de un afuera, del universo que cabe en una calle cuando se llena de cabezas morenas, y de cabezas amarillas, y de todos los colores. Y de faldas cortas, y de piernas largas en tacones, y de hombres que pasean como aquellos rufianes melancólicos que salen en las novelas de Arlt.
Me levanto de la silla y me recuesto en el borde de la ventana. El hombre me mira y yo puedo ver la tristeza que sale de sus ojos al verme así, pegadita de un cristal que devuelve mi imagen, llena de lágrimas que no son lágrimas porque es sólo la lluvia. Es que hace tiempo no me salen lágrimas. Cada vez que llueve me recuesto de una ventana y trato de que la lluvia se confunda con la ilusión de una lágrima. Él lo sabe, y sonríe como cuando se tienen ganas de llorar. Sabe que lloro por dentro. Sabe de mi pavor por las ventanas. Y sabe de este gran acto de valentía que me lleva hasta ellas, para llorar un poco. Esta escena es una escena muy bonita. Un montaje que ha nacido sólo para que se le pueda desmontar. Un hombre alto, flaco, con los ojos grandes y llenos de gris. Una mujer que soy yo, con un vestido de flores que la hace ver más joven, unos pies descalzos y tibios, unos ojos que no lloran. Y una ventana que es, como cada ventana, el principio del mundo. Un mundo que llora. Un llanto que anima un recuerdo seco. Él se acerca, y me rodea con sus brazos y sus hombros que son como dos murallas de hierro, hierro herido por los vientos y las lluvias. Y yo, perdida para siempre, como casi siempre que suelo perderme, me quedo muda, llena de palabras que son como el tejido más íntimo de la noche. Callada y a punto de explotar, siento un aluvión, una cascada tenaz atravesándome la espalda. No hay duda: es una escena bonita. Una escena como de una película que ya nadie podrá hacer. Una mujer sentada al borde de una ventana. Un hombre que abraza a la mujer que no llora, pero que recibe las gotas de una lluvia que estalla en el cristal. Aguas superpuestas. Un hombre que llora, y una espalda que recibe el llanto. Natural. A veces no sé, a veces te juro que no sé, si podría yo terminar este relato.
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