lunes, 25 de agosto de 2008
LA (entre paréntesis) y el acabose. Fin de las Maquetas de Sol
Verano, ya me voy. Y me dan pena
las manitas sumisas de tus tardes.
Llegas devotamente; llegas viejo;
y ya no encontrarás en mi alma a nadie.
Verano, César Vallejo
Salí y vi detrás de mis hombros la figura cada vez más redonda de mi hermana. La niña vendrá en octubre. Me hubiera gustado que fuera en verano, pero no importa. El nombre la rescata, nos rescata a todos. Mar. Dejé a Mar y regresé a la ciudad sin mar, pero esta estadía sería breve. El destino final estaba más allá, en el Pacífico.
No pude meterme al mar porque en Los Ángeles el agua siempre está fría, y porque yo no sé jugar con esa brisa que llega helada, y porque mis pies tilitan con sólo tocar la espuma. Todo es distinto, aunque todo se parece a algo que hemos visto siempre. Acá me encuentro por partes, pero me cuesta mucho ordenar mi cuerpo, mis pasos, mis palabras que cada vez son menos mías. Estoy como adormecida, y me voy llenando de fantasmas que no son los míos. Me gusta porque creo que me hago humo cada vez que veo salir el aire desde mi garganta, aquí, en donde los escondites son lugares públicos porque todos mis amigos tienen un permiso especial para fumar.
Matt y Dereck (Mr. Bones, debería decir) me muestran su identificación oficial para consumo de marihuana. Me dicen que es muy fácil, que llegas y le dices al doctor que trabajas de pie y que te duele la espalda, y que la yerba te alivia y te ayuda a dormir. Y listo. Te sacan una foto y te dan una tarjeta muy mona, con el borde verde y colores rastas. “Los miércoles son día de free J”, me dice Matt sonriente. Vamos a la clínica (no son hospitales, sino clínicas especializadas) porque es miércoles y Matt espera ansioso su porro gratis (es como la sorpresita de Mc Donalds) y vemos el menú. Es como estar Amsterdam, pero con buen clima todo el año. Se decide por esa que aún no ha probado. Los dedos se pegan a ese pequeño nudo de verdes, lilas y naranjas. Es como fumarse un atardecer en miniatura. La maqueta del verano viene servida en un potesito verde que dice en letras muy grandes: “FOR MEDICAL USE ONLY”.
Los Angeles es algo parecido al paraíso. Un poco por todas las películas de Hollywood, y por ese clima seco y frío que nunca es tan frío porque el sol siempre sale, y que nunca es tan seco porque el mar está ahí. Un poco también por Melrose que siempre está lleno de paparazzis (allí vi a Aaron Eckhart, el two face the Batman), y por todas esas chicas lindas que son meseras, que son empleadas, que son caminantes, que son modelos, que son ricas, que son pobres tratando de ser ricas. Parece que a todas les hubieran dicho que debían salir de Alabama, de Kansas, de Ohio, de Idaho, y de todos esos estados en donde ellas, seguramente, eran las reinas. Y ahora están por aquí, merodeando esta ciudad que es como un paréntesis lleno de graffiti. Como una frase que siempre está a punto de decirse.
Me gustó la geografía que abusaba a cada rato de mi inexperiencia. Cada vez que creía que el mundo era plano, agarraba el carro y comenzaba a bajar, y a bajar como si fuera al mismo infierno hasta que llegaba a la playa y allí, sentada frente al mar, veía cómo a mis espaldas se levantaba el universo. Muchas casitas (casitas que son casotas) subiendo una escalera, como un bizcocho de bodas a punto de caerse porque no me puedo sacar de la cabeza que aquí la tierra tiembla. El Pacífico es frío y un poco salvaje. Vi una foca, un delfín, y un pájaro muy grande herido, recostado en una piedra. Cuando salimos de Malibu, el pájaro ya había muerto y unos hombres intentaban levantarlo, antes de que atrayera a otros animales con malas intenciones, o que comenzara a expedir su olor a muerte. Recapitulé mi verano y no vi nada más que a ese pájaro anunciando su muerte lenta frente al mar. Me supe cursi y olvidadiza. Amnesia de agosto. Normal. Si me puse triste, no fue por el pájaro (algo de eso habría) sino por la certeza del regreso y el fin de los mares por otro par de meses, y por saber que una vez allá, olvidaría todo con esa obscena rapidez que exige el estudio. Por eso lo escribo. Y ya al escribirlo voy olvidándome de las caras, y de las cabecitas doradas, y de los puertos, y de su voz que me llegaba rota al otro lado del teléfono, y de la mano aquella que me tocó en El boricua, y de los poemas que le escribí, y de las canciones cristianas (de cuando íbamos a la iglesia) que cantamos frente al NewYorrican Café, y de la barriga de mi hermana que ya no volveré a ver, y de todas las mañanas en LA jugando ping pong, y del tren aquel que tomamos para ir al Getty, y de Manhattan beach, y de la piscina en donde hablé con Pablo que después supe que se llamaba Greg, y de la casa esa en la número dos llegando a Bayamón que tanto le gusta a mi mamá. Se me desmorona el sol y se me derriten todas las maquetas.
Hoy regresé al apartamento y Eric me dijo que Greg ya no vivía aquí. Lo echaron porque no pagaba los “fees”.
Verano, te vas. Y me dan pena las manitas sumisas de tus tardes. Llegas devotamente; llegas viejo; y ya no encontrarás en mi alma a nadie.
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2 comentarios:
Ya sabía que no estaba loca... Lo leí aquí mismo. Maravilloso final, chica. Echaré un vistazo en Derivas, comoquiera, por si le has añadido un epílogo.
qué bien...hermoso. que bueno regresar a marga. nació mar?
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