jueves, 26 de junio de 2008

esa hora del dia

Los días son largos. El sol se demora en derretir todo su fuego sobre la punta de ese edificio que tanto me gusta, y que veo desde lejos como una señal divina.
Hay una hora del día que Camila bautizó como la hora azul. Es cierto que la luz cambia, y en invierno, entre las 5 y las 6 de la tarde Atlanta se viste de azul. Pero la hora azul ya no lo es más. El verano ha trastornado su color. En junio la hora azul es más bien rosada, y aparece en todo su esplendor entre las 8 y las 9 de la noche. Es en esa hora del día en que suelo pensar en él. Es la hora en que la gente saca a pasear a sus perros, y es la hora también en la que Eric busca el guante y la bola, y me pregunta “you wanna play?” porque el sol ha bajado, aunque el calor siga siendo insoportable.
Y es esa hora del día cuando más me acuerdo de otras vidas, que tuve y que creo, tendré. Y es que el día se enrosca y se vuelve autoreflexivo. Se acuerda de sus luces, de sus colores, de los pasos de la gente, del canto de las aves, de la brisa que no mueve ni un sólo árbol. Porque no está, porque no viene.
Y es a esa hora del día (que algunos llaman noche) que descubro que mi garganta se hace polvo y el pecho me revienta y me dan ganas de llorar, pero no lloro. Y creo que me revelo contra el día, contra todos los días, contra el cielo que ha cambiado de color otra vez y me anuncia una vejez que va de lo universal a lo particular, del cielo a mi cuerpo, a mis ojos cansados y asustados por todo lo que no ven. Y entonces, es el odio.
Casi grito, casi me derrumbo, casi acabo con esta estadía que me araña la espalda cada vez que me volteo. Es el terremoto de las 9 de la noche. El techo de la ciudad se agita, miles de flechas caen sobre mí: es su risa que se ríe en otro país, son sus pasos que van trazando rutas tan lejos de mí, son sus ojos que descubren paisajes nuevos en los que mi rostro no va a aparecer, es su boca que quizá de desliza suave, por otro cuerpo, tan distinto o tal vez, tan parecido al mío.
Hay una hora del día en la que se me acaban las ganas. Y se me resecan, un poco, las entrañas.

lunes, 16 de junio de 2008

III The Swimming Pool



The Swimming Pool es una película francesa que vi hace como 4 veranos, en el Fine Arts de Santurce. En el filme hay una chica hermosa de ojos azules como el azul de las piscinas, que no es igual al azul del mar. Tiene el pelo largo, muy rubio, y uno de esos cuerpos cuya sensualidad nos lastima y nos encanta. La casa es grande, tiene muchas habitaciones y muchos balcones. También tiene una piscina. En la casa viven dos mujeres que no se conocen: la rubia que ronda los 17 años, y una escritora de unos 50 años, que llega hasta allí por sugerencia de su editor. Nada mejor para atrapar musas que esa hermosa casona. Pero la casa está poseída, o mejor, está embrujada por la juventud, por esa chica que destila sensualidad, placer, belleza, delirio, misterio. La mujer ya no puede escribir la novela que tenía en mente. La joven mujer la perturba. Quiere escribirla a ella. En mi escena favorita, la escritora se asoma al balcón luego de tomar una siesta, lleva puesta una bata muy ligera que le marca el cuerpo, todavía deseable. Entonces, baja la vista y la ve. Desnuda, devolviéndole la mirada con sus ojos de agua, desde el fondo de la piscina.

Se acaba mayo y decido darle un chance a la piscina del campus de Emory. ¿Qué podría pasar? ¿Que alguno de mis estudiantes me viera en bikini? No problem. Me levanto a eso de las once de la mañana. Eric se acerca, se tumba a mi lado para ayudarme a levantar. Le encanta socorrerme en esos minutos (que yo hago eternos) en donde me planteo detenidamente los beneficios de echarse a andar. Me he descubierto pensando si es tan importante, después de todo, renunciar a las sábanas. Sí, es mayo y estoy triste. Él lo sabe aunque no lo diga, por ese viene, por eso quiere ayudarme a despertar.

Abro la puerta y la claridad me patea la cara. Se me cierran los ojos. Mi piel se eriza al contacto del sol. Todo brilla debajo de este cielo tan insoportablemente azul. Luego de estar unos días encerrada en mi apartamento, estar parada aquí parece un milagro. Sólo tengo que llegar al umbral de la puerta para recibir señales de vida. Los árboles están más verdes que nunca, en la calle hay gente caminando en traje de baño. Tenemos una piscina pequeña en el complejo que se llena de hojas durante el invierno y el otoño. Ahora la piscina se llena de solteros. Y es que, por ahora, vivo en unos “single apartments”. Acá todo opera por clasificación. Nosotros con nosotros y los otros con sus respectivos nosotros. Lo bueno es que siempre están los que, por alguna razón, han escapado a la norma (como suele pasar) y viven, felices, con esos otros mortales con los que no deberían tener nada en común.

Vivir entre solteros es un cambio interesante, tomando en cuenta que durante el resto del año vivo en un “senior community”. Para mi sorpresa éstos, aunque jóvenes, parecen estar más desocupados que mis amigos viejitos. Hace poco leí en algún sitio (creo que nunca lo leí, alguien que lee más que yo me lo dijo) que Atlanta era una de las 5 ciudades “mejor equipadas” con solteros jóvenes y profesionales, con un futuro prometedor. Pues, parece que todos los demás, esos que rompen la feliz estadística, se vinieron a vivir aquí. Excéntricos y simpáticos. Nunca en mi vida me había sentido tan normal desde que llegué a este lugar.

Mi vecino de abajo es un músico de jazz republicano con el pelo largo. Sí,es raro. Siempre está con el volumen a tope, o moviendo instrumentos pesados. Al lado de Tom (así se llama) vive el único matrimonio que se coló por nuestros lares, una pareja de algún lugar de Medio Oriente, cuyo dominio del inglés comprende 4 frases. Esta gente seca su ropa (la íntima también) en un tendedero improvisado que alarma a todos los gringos. No sé, es como si les recordaran un pasado terrible y primitivo, algo que no pulula ni a jodías en su memoria, y algo que, of course, no cabe en el presente. Me gustan porque siempre saludan y son muy amables, y porque a falta de palabras, siempre sonríen. A veces, muy tarde en la noche escucho sus risas, sus voces matizadas por argumentos que no entiendo, sus reflexiones, sus silencios tendidos como sus ropas, en medio de cada palabra. Ella debe tener como 55 años, él un poco más. Me pregunto de qué hablarán. Qué cosas recordarán y celebrarán de ese país que dejaron y al que quizá no volverán.

Me tumbo en mi cama y comienzan las voces, ese idioma que no comprendo pero que creo amar porque los sonidos se parecen tanto a los míos, y la risa me recuerda tanto a la de mi madre, y la voz del hombre que nunca habla porque no tiene palabras, pero que se desborda en la soledad de su cuarto… voz de trueno, o de árbol viejo. Luego me siento bastante estúpida por estar pensando en países lejanos heridos por las grietas que el exilio ha abierto. Y en toda esa mierda. Pienso ahora que este matrimonio bien puede estar recordando una patria cualquiera, como Nueva York, o Texas, o Los Angeles, y que tal vez nunca han estado en su país, o que no lo recuerdan, que es lo mismo. ¿Su país, dije? ¿Y qué coño es un país, y qué quiero decir cuando digo su país, en dónde está si no aquí, al lado de mi puerta? Tengo un instante de lucidez y me veo tramando sobre esas vidas, construyéndoles recuerdos, afectos, responsabilidades, como un mal escritor muerto de sed buscando cualquier cuerpo para inventarse una historia aburrida, repetida y llena de miedos. Yo también me asomo al balcón después de mis siestas y veo nadar a las musas.

Dos apartamentos más a la izquierda, vive Pablo. Tiene 45 años pero parece de 65. Es alcohólico y ha llegado a ese punto en el que ya no hay por qué ocultarlo. Todos lo sabemos, y todos, un poco en secreto un poco a viva voz, lo queremos. Recuerdo que hace exactamente un año iba al mercado cuando tropecé con el brazo de Pablo. Su cuerpo yacía en el pasillo de su edificio, desde donde se llega a los demás apartamentos. Su brazo impedía que la puerta se cerrara del todo. La abrí como pude y me incliné para ver si el hombre (en ese momento no sabía su nombre) estaba respirando. Bastó que me arecara para oler el alcohol en su piel. “Bueno,” pensé, “éste se divirtió anoche.” Poco tiempo después me di cuenta de que Pablo no se divertía. Era un tipo amable, y dulce con un gran problema. Estaba triste y estaba solo, y yo ya nunca iba a saber cómo era Pablo. Cómo miraba cuando se enamoraba, como se sentirían sus manos sobre mis hombros si pudiera sostener su cuepo. ¿Quién era este hombre antes de que eso que le pasó, pasara? Al regresar del mercado Pablo ya no estaba tirado en el corredor, pero la alfombra retenía su olor y su forma. Ahora Pablo era una huella.

Llego a la piscina. Me tumbo en una de las sillas y comienzo a leer. El blanco de la página me ciega. Busco mis gafas. Debo ser la persona más bronceada. Creo que soy también la que lleva el bikini más pequeño. Me siento rápido, no quiero pasearme por los alrededores de la piscina. Aquí no es como allá. Me recuesto y comienzo a leer el libro de Zygmunt Bauman “Liquid life.” Ya sé, es bastante stúpido, sobretodo porque la portada del libro es una foto de una piscina. La gente pasa delante de mi y me ve leyendo un libro que parece un manual de instrucciones sobre cómo divertirse en áreas recreativas. Pero no. Liquid life es un intento por narrar cómo se vive en la sociedad de hoy. En la vida líquida todo lo nuevo se hace viejo antes de que algunos (como yo) hayan terminado de decirlo. Todo lo nuevo…ya se hizo viejo otra vez, y no tuve tiempo para terminar. Así, no sólo los objetos se obsoletan con una velocidad extrema, sino también los sujetos que no pueden mantenerse a la altura (a la velocidad) de estos tiempos, expiran rápidamente. Todos compramos y somos comprados por eso que nos asegura y nos define. Y digo todos, sabiendo que en la vida líquida todos los demás (que son la mayoría) quedan relegados a la más absoluta invisibilidad. Pero entre la invisibilidad y la imbecilidad… La vida líquida, una secuencia de muertes.

Estoy aquí, en el primer mundo leyendo sobre la vida líquida, tumbada en una silla de playa, encajada en una universidad de niños ricos que no temen llevar sus lujosas y mínimas computadoras portátiles hasta el borde de la piscina. Ellos saben que pronto tendrán que deshacerse de esos súbitos dinosaurios que podrían morder sus preciosos y delicados dedos. Recuerdo a Pablo, no creo que tenga computadora. Lo veo ladeando su cuerpo, tan lejos de este mundo en el que me sumergo ahora, un mundo al que se puede llegar en 20 minutos andando.

lunes, 26 de mayo de 2008

Maquetas de sol (II)

II. Summer in the city


LA BOCA DE REGINA


Summer in the city means
Cleavage cleavage cleavage
And I start to miss you, baby, sometimes
I’ve staying up and drinking in late night
establishments
Telling strangers personal things.

Summer in the city, del álbum Begin to hope, de Regina Spektor.

Parece que acabo de encontrar mi canción de verano. Regina está sola en la ciudad. El tiempo se estira como un gato. Siete vidas más.

La noche se regodea en cada una de las esquinas de este lugar. Se acuesta como yo, sobre la huella mojada de las botellas que se vacían en todas esas bocas nuevas que quisiera besar. Estoy sola, como Regina. Es verano. He ido a tantos bares que ya no me dejan ni pagar. Me siento, recuesto mi cuerpo que se me escapa por el escote que ya nadie deja de mirar.

El bar de esta noche es Twains. Siento la repentina urgencia de caminar por uno de los sitios más o menos "trendy" de esta ciudad. Hace un año el bar era pequeño y acogedor. Ahora lo ampliaron, tiene más mesas de billar, más televisores, más meseros, más chicas lindas, más chicas feas, más chicos guapos, más comida. Sin embargo, debo reconocer que el lugar no ha perdido su aura. Soy un pájaro raro por haber venido sola. Me parace que todos piensan que estoy saliendo con el bartender. Sólo él me habla. Es lindo, pero no me gusta su pelo rosado.

Se oye un piano a lo lejos. Me dan ganas de fumar eso que él me dejó. Lo extraño porque está lejos y no me ha llamado en 10 días, y creo que conoció a alguien y que no me quiere más y que ya no va a regresar. Un respiro más y podría atrapar su voz de papel. ¿Se puede fumar aquí? Son las tres de la mañana, ya nadie puede juzgar.

Ha llegado un chico lindo y se ha sentado junto a mí. Tiene el brazo cubierto de tatuajes, y de músculos. Parece que hubiera comprado un brazo de plástico en alguna tienda. Tanta perfección me hace dudar. Tengo una relación ambigua con los tatuajes. Me los quiero comer y los quiero vomitar, pegarlos y arrancarlos, protegerlos, prohibirlos... Quizá sea por el chico aquél que conocí hace un par de veranos atrás, en aquel país de cuyo nombre no quiero acordarme. Me encantaba sentir sus tatuajes en mi boca, como si así pudiera poseer algo más que su cuerpo. Sentía que algo lo trascendía. Era la voz agrietada de aquello a lo que en mejores tiempos llamamos experiencia. Pensé en Benjamin llevándose un revólver a la cabeza. Mis ojos se detienen otra vez en el brazo del chico a mi lado. Después de todo, ¿qué es un tatuaje? ¿un fleco de la memoria amarrado a la piel? ¿la evidencia de una experiencia tan efímera como cualquier cuerpo? ¿una prueba de amor? ¿voces silenciadas por una piel que no se calla? Pues sí, todo eso y más.

El chico aquél estaba junto a mí, pero yo estaba lejos. Yo estaba en el lejano país de hace algunos veranos atrás, delante de mi único amante tatuado. Allí estaba él, con toda la idiotez del mundo metida en su sonrisa y con un par de historias en su pecho que lo salvaban de un oscuro abismo. Entonces me daba cuenta de lo tonta que era por amarlo así, a él o a sus tatuajes. Y justo cuando estaba apunto de decirle ¡márchate!, sus brazos mordidos por la tinta me rodeaban. Y yo me sentía amada por las líneas negras, y ese círculo azul, los mosaicos árabes que él decía entender, el hombrecito pintado sobre su pecho.

Hace unas semanas lo volví a ver. Han pasado varios años. Nos abrazamos y me mostró sus dos nuevos tatuajes. Uno en el antebrazo, y otro, gigantesco, en la espalda. Entonces lo miré a los ojos y supe que no habían sido los tatuajes. Fueron sus brazos, y su voz, y la forma de su cuerpo trenzado al mío. Y recuerdo ahora en este bar, sentada junto a otro chico con otros tatuajes, lo tonta que me sentí aquél día que lo volví a ver por haber pensado que fueron sus tatuajes, que fue la tinta la que decía mi nombre cuando era él quien me llamaba, él, que se me había metido tan adentro. En un país lejano. Era verano. Después de todo, era yo la del tatuaje.


Regina está como yo, en algún bar, en alguna ciudad, tanteando con su voz el tamaño de la soledad. Diciendo que escucha voces, y palabras, y canciones en su cabeza que le rompen el corazón, y cuando termina esa palabra repite la última vocal varias veces, salta de nota en nota, it brakes my heart …a-a-ay-a-a-a-a-a-a-a-a-a-a….and it brakes my heart…….a-a-ay-a-a-a-a-a-a-a. Y yo estoy aquí en Twains, sola, pensando en Regina que está sola pero al menos puede cantar, y amarrarse a la música como a un tatuaje.

El humo dibuja círculos sobre mi nariz. Así se van acumulando mis noches de verano. Regreso. (¿ah, pero te habías ido?) Creo escuchar la voz de mi conciencia que se despierta cuando fumo yerba. Sigue siendo verano, sigue siendo de noche, tan de noche. No, él no ha venido. Han pasado dos siglos desde que llegé a este bar y sigo aquí. Tan intacta. Tan joven y tan llena de agujeros. El aire no se espesa, todo fluye, todo traspasa este cuerpo hecho de verano.

domingo, 25 de mayo de 2008

Maquetas de sol


Escenas de verano, Atlanta.

I. Sin mar

Son las nueve de la noche. El cielo retiene los colores de esas horas muertas colgadas desde el alba. Azul claro, casi violeta en la superficie del cielo y un poco de naranja empecinado en morder la noche. Es verano. Caminar por estas calles es como atravesar un mar que se muere de sed. La ropa se ciñe tanto a la piel que a veces, creo, ando desnuda. Piel sobre piel. Aire sobre piel. Sudor, bocas, dedos. La humedad palpita en cada árbol, en la brea que respira, en la frente de Eric, y en mi mano que va coleccionando cada una de sus gotas.

Me acoplo a este tiempo muerto. Al sonido del agua cuando se rompe porque algún cuerpo en llamas ha caído sbre él. Huele a sábanas limpias, secadas al sol. Huele a viento.

Demasiado verano para una ciudad sin mar. Demasiado cielo. Tanto que ya no cabe allá afuera y se me mete en la casa.

Creo que estoy a punto de narrar esta ciudad de la que nunca hablo, por vivirla tanto. Un verano en Atlanta.

domingo, 27 de abril de 2008

Rediviva

Poemas del Nopodermiento

Deformada por el trino de ese pájaro
me detengo.
Cierro mis huesos como me dijiste,
como se cierra la piel cuando hace frío.
Anestesiada de mañanas, camino
con la noche metida tan adentro
que ya no sé si ando de ojos cerrados.

En esa vértebra inquieta que sostiene
mi memoria, te encontré.
Dibujabas planetas como quien trata de
disernir el orden cósmico.
Te veo y detienes el trazo.
El pájaro se calla, y volteas los ojos.
Encuentras el silbido cansado de mi recuerdo
y te sabes fantasma, ráfaga de viento, estrella fugada.
No te mueves.
Sigues pendiendo, delicado,
de la noche en la que yo te he puesto,

solo y lejano.

En medio de todas las siluetas escupidas por tu mano,
pude ver mi forma.
Me cincelabas con pericia de orfebre
como si en tu pulso descansara mi futuro más cercano.

De entre todas las formas posibles
me elegiste sentada.
Y era tan definitivo mi asentamiento
que no parecía haber en el mundo otra forma de ser y de estar.

Con silla o sin ella,
la contundencia de mi posición me dejó muda.

Era yo toda una postura fosilisada
sentada como se sientan esos que,
ante la elocuencia de su sentadez
ya no saben cómo volver sobre sus pies.

Entonces vino,
como siempre viene,
un estremecimiento:
temblor del tiempo apostado en mi frágil carne.
tus manos derretidas mojaban el lienzo.

Presencié el deshaucio de tu firme forma que,
súbitamente efímera se despegaba de tus partes.

Un sol voluptuoso y desbocado
vengó la forma impuesta por tus formas.
Y aquella arrogante destreza del cuerpo sentado
se derrumbó junto a tus alicaídas manos.

Todo quedó suelto.
Mis piernas, risueñas,
saludaban como si fueran manos.

De los ojos, que sólo conocían noche,
brotaban lenguas inquietas que se paraban
para ensuciar tu nombre.

Deslumbrada por la súbita tontería que arropó este cuerpo
me desparramé
dis
lo
ca
da

por el espacio.

sábado, 29 de marzo de 2008

la grafia del viento

Foto por: Mr. Fixit

vasijas de viento.
lo espero sentada
como si no esperara nada.
sostenida de un lápiz.
recostada de la sombra
que promete ese trazo
a punto de nacer.
llega el viento, tan vacío
tan inenarrable que no sé.

vientogfrafía
escrita tu brisa en mi espalda
garfio de viento
agarrados tus dedos de mi falda

vencido el tiempo en mi piel
dibujo las sombras en este viejo mantel.
sonidos muertos de ayer.
versada es la espera que ya no quiere hablar.
dibujo el vacío del viento
que estalla en mi papel,
viento de besos.

estremecidas
las vértebras
de un día tan largo
que parece
eterno atardecer.

domingo, 16 de marzo de 2008

polvos coloreados




cascada de azules pálidos, de rosas aseñorados, de lilas, de amarillos asoleados. hay una explosión debajo del aire apretando hilos que tejen el día, desnudando el canto de los pájaros. hay un árbol nuevo debajo de mi cama, hay un ramillete de flores extrañas adornando mi ventana. parece que el mundo se convirtiera en un gran pastel de cumpleaños. las espinas de las rosas me muerden los dedos cada vez que busco mis cartas. me invaden las semillas, y los polvos, y las plumas que se agitan pidiendo más, y tantos sonidos de aquí para allá. hay un telaraña de pétalos trenzando mi garganta. parece que llega. parece que se nos viene, otra vez la terrible. Primavera.

martes, 4 de marzo de 2008

basura

si me vieras jugar
como juego
con toda la basura
que dejaste.
si vieras lo que hice
con tus escombros
voltearías todas tus miradas
dibujarías con tu boca
violentas arcadas
espesas de líquidos agrios
robados de mi garganta.
tratarías de no verme
vuelta nada
vuelta mierda
arrullada por el canto de las ratas
que llegan extraviadas hasta aquí
preguntando por ti.

me arropo en la basura y me la bebo
como bebía la saliba de tus besos
cuando eran una bomba informe del tiempo,
un grito volátil que narraba las volutas del deseo.

blanda basura mi cama.
me acuesto blandiendo
mi cuerpo que de pronto
se torna bélico ante el único
regreso con el que intentas saciar cada partida.
te mueves como el olvido, arrastrado
como un barco a la deriva o como un virus
virulento de tantos vicios verdes,
de tantas verdes brumas,
de tantos caminos que se viran sin
ver tu ruta vaciada de pisadas.

basura soy, embasurada me quedo
por ti, para ti
en la noche absurda que se abre
bramo yo como braman los
corderos de los dioses.

ando, como puedo
en esta borradura del tiempo
sin esperarte, sin imaginar siquiera
el rostro de la bestia muerta
ocultada en todas tus caras.

basura babilónica,
no puedo más.