lunes, 31 de octubre de 2011

sálvame, te dije, y apuraste el paso para el otro lado, esta vez miraste para el otro lado, tipo, qué cojones, para el otro lado, donde esa esquina tan íntima, tan tuya y tan mía, que se va quedando vacía, marchita como en flor la camisa desolada desde el balcón mirando con frío, te busca, me aleja, el angustiado puño que se cierra sobre la mesa, cifra antigua de besos y palabras ¿dónde? es que ya nada es como antes te digo y me sale la frase como un rasguño, como una alarma, tú te quedas, tan de piedra, tan de hueso y de ceniza, porque piensas - sé que piensas- que las cosas nunca fueron como antes y puede que tengas razón, siempre, carajo, termino dándote la razón aunque me quede bailando en un sólo pie condenada a un equilibrio tan precario, y te pido, ya cayéndome, ya casi casi en el piso, que no te pares, que no me dejes, que te agarres del ruedo de mi falda, te lo repito callada mientras nublo los ojos, los dos ojos, te lo digo, tú lo sabes, me recibes como un golpe hueco, como un viento herido, como un susurro deshabitado, como un alarido enfermo, bueno tú ya sabes, te lo digo, coño, no me desanimes con esa sombra tuya, tan tuya, que se lo va comiendo todo.

a estas alturas...

si buscas bien, debajo de mi frente hay un sol. si lo buscas tú, amor de pena, amor que tanto dueles, verás que no te miento. un sol. un incendio debajo de mi frente. y esto es el amor. y esto eres tú. y esto, si tú quieres, si tú, amor violento y despiadado, caricia que se cansa, que se extingue ya de tanto repetirse, seré yo. 

en el invierno la luz se rompe temprano.
en el invierno las cosas, las hojas, las semillas, mis dos manos, se rompen un poco más temprano. 

 yo quiero que te quedes.

"yo quiero que te quedes."

lunes, 10 de octubre de 2011

Huérfanos


Sentados en el balcón. El día nos traspasa con una prisa que no entendemos. Es cierto que hoy somos más mortales que de costumbre. Es cierto que inhalamos y exhalamos, mientras vemos cómo se deshace esa nube enorme sobre nuestras cabezas.

Sentados en el balcón de tu casa. Un horizonte falso se acurruca en la soledad de los techos de las otras casas. Infinita desolación la de estos techos.

Afuera un niño llora. Afuera, los ruidos de un barrio extraño nos distraen de lo que comienza a perfilarse como una despedida. Insignificantes trazos los de tus dedos buscando mi espalda. Apocado intento el de mi cabeza buscando tu hombro. Pasmados los dos, con ese pasmo absurdo de los que no se han habituado a las mañas de un día cualquiera.

Parecía que algo se nos moría. Tardamos un poco en darnos cuenta de que no éramos nosotros. Era la calle que a esa hora olvidaba su alegría. Unas mujeres ponían sus sillas afuera. Iban todas, en extraña procesión, saludándose con los rostros cerrados y las manos cansadas. Yo sentí que todo el mundo tenía sed. Te lo dije y apareciste con un vaso de agua. No me lo tomé.

No sé qué sentí cuando vi que las palomas intentaban siestas en esos hilos negros que se atreven a cuadricular el cielo. Quizá era una pena, una pena infinita al ver esas palomas tan resignadas a su pequeña porción de soledad.

Un animal que se nos muere. Tu barrio y sus cáscaras. Un esbozo afiebrado. Los edificios y su corona de nubes. La casa del vecino cubierta por unos plásticos que hacen ruido cuando el viento arrecia. Me dijiste que te gustaba ese sonido seco, como de chiringa echada volar.

El niño de la vecina continuó con su llanto, y el libro de Andrés Caicedo nos hizo una mueca. Habíamos leído sus diarios en voz alta y estábamos francamente espantados con su carta a Patricia. Pobre Andrés, tratando de no morir, una última vez.

Dije que me tenía que ir y me fui. Bajé las escaleras sin sentir nada. Desde abajo escuché tu tarareo. Cantabas para ti. Siempre cantaste para ti. Detrás de mí el último rayo de sol se hizo flaco.

Uno casi siempre sabe qué día es el último día.