domingo, 3 de agosto de 2008

VI. Bautismo



Hoy desperté con cierta vejez. Como si el sueño hubiera durado años. Mi cuerpo pelea con un entumecimiento que no se sabe si es real, o producto de mi imaginación. Me sugestiono fácilmente. Creo que voy a tener un día de esos en los que los pies se mueven pesados, las ideas llegan lentas y aburridas, y la comida no me sabe a nada. Estoy vieja. He envejecido de la noche a la mañana. Voy a la sala y lo veo a él tan joven, tan hermoso, tan lleno de planes, de notitas pequeñas en donde escribe lo que se le ocurre a partir de la lectura, su taza de café rebosante, su pelo de comercial para shampoo. Todo en él es joven, su mirada parece nueva, como desprovista de toda la tristeza acumulada, vacío de malas noticias, malas noches, maldeamores. Eso me pasa por andar con hombres más jóvenes, aunque la diferencia sea poca, hay algo que se encuncia, un anticipo de mi vejez que se licúa ciertos momentos. Se lo digo: “Me siento vieja.” Que no, que estoy loca, que soy una niña, que tengo cara de adolescente, que me duche, que desayune, que se me vaa pasar. “Debe ser que soñaste algo.” Obedezco. Pienso en los bautismos, en el significado de renacer, de ir a las aguas y salir como un niño. No le digo nada, pero me hago a la idea de bautizarme secretamente en la piscina. Será mi rito, un rito pequeño que quizá le ponga un poco de orden a este día tan izquierdo.

Llego a la piscina (siempre estoy llegando a la piscina) y veo a Pablo, mi vecino alcohólico. No sé por qué, pero prefiero llamarlo borracho. Debe ser porque siempre está de buen humor, incluso feliz. Se ríe todo el tiempo, su cuerpo en eterna caída no es el cuerpo de un hombre derrotado sino más bien el cuerpo de un chico que disfruta de su primera borrachera. No sé cómo lo hace, pero hay algo en Pablo que no envejece. Tiene el pelo gris, un bigote ancho, muy masculino y un ágila en el brazo. Conozco a Pablo de vista, nos saludamos, nos reconocemos pero nunca hablamos. Nunca, hasta ayer. Fui a la piscina y él estaba debajo de un árbol, tomándose una cerveza. Me vio llegar y no tardó en saludarme. Creo que se cohibe cuando me ve llegar con Eric. Hablamos casi por dos horas, aunque yo trataba de leer un libro. Así fue que supe su nombre real. Sí, Pablo era un nombre ficticio, era mi personaje y sentía que ese nombre le iba bien, aunque fuera un gringo super gringo con un águila alzando vuelo en su brazo. Pablo, desde ayer, es Greg. Ni siquiera sé cómo escribirlo, ni siquiera sé si es ése su nombre. Junto al de los niños, el inglés de los borrachos suele ser muy difícil. Estira algunas palabras y se traga otras, sílabas importantísimas para los que no somos nativos, su bigote le cubre parcialmente el labio… en fin, creo que se hace llamar Greg. Sentí que se me rompía una historia que me había hecho en la cabeza, me dieron ganas de decirle que yo quería que se llamara Pablo, pero desistí. Me elogió el bronceado, y mi nombre. “Margarita? like the drink?? Awsome!!! Claro, creo que tengo un nombre bonito para los bebedores, además desde que me mudé dejé de significar “flor” para convertirme en un trago que ni me gusta. Hablamos de Puerto Rico, pero tengo la impresión de que lo confundía con Costa Rica, de pájaros (tema que Greg domina con mucha precisión) y de la vida universitaria. Me confesó que sus días de bachillerato fueron los más felices de su vida, pero que nunca pudo terminar porque le encantaban las fiestas: “Party, party, party, you know what I mean, too much freedom, too much beers, too much sex…” En fin, too much de todo. Su papá le dijo que si lo que quería era ir a fiestas y beber, se consiguiera un trabajo y él decidió enrolarse en el ejército. Al llegar a esa parte, Greg ya no dijo más. Sólo me dijo que había peleado en Vietnam y se agarró brazo, como tratando de proteger su águila a punto de volar.

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