lunes, 10 de octubre de 2011

Huérfanos


Sentados en el balcón. El día nos traspasa con una prisa que no entendemos. Es cierto que hoy somos más mortales que de costumbre. Es cierto que inhalamos y exhalamos, mientras vemos cómo se deshace esa nube enorme sobre nuestras cabezas.

Sentados en el balcón de tu casa. Un horizonte falso se acurruca en la soledad de los techos de las otras casas. Infinita desolación la de estos techos.

Afuera un niño llora. Afuera, los ruidos de un barrio extraño nos distraen de lo que comienza a perfilarse como una despedida. Insignificantes trazos los de tus dedos buscando mi espalda. Apocado intento el de mi cabeza buscando tu hombro. Pasmados los dos, con ese pasmo absurdo de los que no se han habituado a las mañas de un día cualquiera.

Parecía que algo se nos moría. Tardamos un poco en darnos cuenta de que no éramos nosotros. Era la calle que a esa hora olvidaba su alegría. Unas mujeres ponían sus sillas afuera. Iban todas, en extraña procesión, saludándose con los rostros cerrados y las manos cansadas. Yo sentí que todo el mundo tenía sed. Te lo dije y apareciste con un vaso de agua. No me lo tomé.

No sé qué sentí cuando vi que las palomas intentaban siestas en esos hilos negros que se atreven a cuadricular el cielo. Quizá era una pena, una pena infinita al ver esas palomas tan resignadas a su pequeña porción de soledad.

Un animal que se nos muere. Tu barrio y sus cáscaras. Un esbozo afiebrado. Los edificios y su corona de nubes. La casa del vecino cubierta por unos plásticos que hacen ruido cuando el viento arrecia. Me dijiste que te gustaba ese sonido seco, como de chiringa echada volar.

El niño de la vecina continuó con su llanto, y el libro de Andrés Caicedo nos hizo una mueca. Habíamos leído sus diarios en voz alta y estábamos francamente espantados con su carta a Patricia. Pobre Andrés, tratando de no morir, una última vez.

Dije que me tenía que ir y me fui. Bajé las escaleras sin sentir nada. Desde abajo escuché tu tarareo. Cantabas para ti. Siempre cantaste para ti. Detrás de mí el último rayo de sol se hizo flaco.

Uno casi siempre sabe qué día es el último día.

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