lunes, 25 de agosto de 2008

LA (entre paréntesis) y el acabose. Fin de las Maquetas de Sol



Verano, ya me voy. Y me dan pena
las manitas sumisas de tus tardes.
Llegas devotamente; llegas viejo;
y ya no encontrarás en mi alma a nadie.

Verano, César Vallejo


Salí y vi detrás de mis hombros la figura cada vez más redonda de mi hermana. La niña vendrá en octubre. Me hubiera gustado que fuera en verano, pero no importa. El nombre la rescata, nos rescata a todos. Mar. Dejé a Mar y regresé a la ciudad sin mar, pero esta estadía sería breve. El destino final estaba más allá, en el Pacífico.

No pude meterme al mar porque en Los Ángeles el agua siempre está fría, y porque yo no sé jugar con esa brisa que llega helada, y porque mis pies tilitan con sólo tocar la espuma. Todo es distinto, aunque todo se parece a algo que hemos visto siempre. Acá me encuentro por partes, pero me cuesta mucho ordenar mi cuerpo, mis pasos, mis palabras que cada vez son menos mías. Estoy como adormecida, y me voy llenando de fantasmas que no son los míos. Me gusta porque creo que me hago humo cada vez que veo salir el aire desde mi garganta, aquí, en donde los escondites son lugares públicos porque todos mis amigos tienen un permiso especial para fumar.

Matt y Dereck (Mr. Bones, debería decir) me muestran su identificación oficial para consumo de marihuana. Me dicen que es muy fácil, que llegas y le dices al doctor que trabajas de pie y que te duele la espalda, y que la yerba te alivia y te ayuda a dormir. Y listo. Te sacan una foto y te dan una tarjeta muy mona, con el borde verde y colores rastas. “Los miércoles son día de free J”, me dice Matt sonriente. Vamos a la clínica (no son hospitales, sino clínicas especializadas) porque es miércoles y Matt espera ansioso su porro gratis (es como la sorpresita de Mc Donalds) y vemos el menú. Es como estar Amsterdam, pero con buen clima todo el año. Se decide por esa que aún no ha probado. Los dedos se pegan a ese pequeño nudo de verdes, lilas y naranjas. Es como fumarse un atardecer en miniatura. La maqueta del verano viene servida en un potesito verde que dice en letras muy grandes: “FOR MEDICAL USE ONLY”.

Los Angeles es algo parecido al paraíso. Un poco por todas las películas de Hollywood, y por ese clima seco y frío que nunca es tan frío porque el sol siempre sale, y que nunca es tan seco porque el mar está ahí. Un poco también por Melrose que siempre está lleno de paparazzis (allí vi a Aaron Eckhart, el two face the Batman), y por todas esas chicas lindas que son meseras, que son empleadas, que son caminantes, que son modelos, que son ricas, que son pobres tratando de ser ricas. Parece que a todas les hubieran dicho que debían salir de Alabama, de Kansas, de Ohio, de Idaho, y de todos esos estados en donde ellas, seguramente, eran las reinas. Y ahora están por aquí, merodeando esta ciudad que es como un paréntesis lleno de graffiti. Como una frase que siempre está a punto de decirse.

Me gustó la geografía que abusaba a cada rato de mi inexperiencia. Cada vez que creía que el mundo era plano, agarraba el carro y comenzaba a bajar, y a bajar como si fuera al mismo infierno hasta que llegaba a la playa y allí, sentada frente al mar, veía cómo a mis espaldas se levantaba el universo. Muchas casitas (casitas que son casotas) subiendo una escalera, como un bizcocho de bodas a punto de caerse porque no me puedo sacar de la cabeza que aquí la tierra tiembla. El Pacífico es frío y un poco salvaje. Vi una foca, un delfín, y un pájaro muy grande herido, recostado en una piedra. Cuando salimos de Malibu, el pájaro ya había muerto y unos hombres intentaban levantarlo, antes de que atrayera a otros animales con malas intenciones, o que comenzara a expedir su olor a muerte. Recapitulé mi verano y no vi nada más que a ese pájaro anunciando su muerte lenta frente al mar. Me supe cursi y olvidadiza. Amnesia de agosto. Normal. Si me puse triste, no fue por el pájaro (algo de eso habría) sino por la certeza del regreso y el fin de los mares por otro par de meses, y por saber que una vez allá, olvidaría todo con esa obscena rapidez que exige el estudio. Por eso lo escribo. Y ya al escribirlo voy olvidándome de las caras, y de las cabecitas doradas, y de los puertos, y de su voz que me llegaba rota al otro lado del teléfono, y de la mano aquella que me tocó en El boricua, y de los poemas que le escribí, y de las canciones cristianas (de cuando íbamos a la iglesia) que cantamos frente al NewYorrican Café, y de la barriga de mi hermana que ya no volveré a ver, y de todas las mañanas en LA jugando ping pong, y del tren aquel que tomamos para ir al Getty, y de Manhattan beach, y de la piscina en donde hablé con Pablo que después supe que se llamaba Greg, y de la casa esa en la número dos llegando a Bayamón que tanto le gusta a mi mamá. Se me desmorona el sol y se me derriten todas las maquetas.

Hoy regresé al apartamento y Eric me dijo que Greg ya no vivía aquí. Lo echaron porque no pagaba los “fees”.
Verano, te vas. Y me dan pena las manitas sumisas de tus tardes. Llegas devotamente; llegas viejo; y ya no encontrarás en mi alma a nadie.

lunes, 4 de agosto de 2008

Sudé

por: Ana María




Que esas gotas eran frio y sal, sí.
Y que el brillo de la frente carecía de oquedad.
Y que los pasos vagabundos estaban llenos de temor.
Que no, que no era un exceso de agua corporal.

Mais oui, je l'ai fait encore une fois…

Sudé,
sudé y sudé.
Al revés.

Y mientras caía,
en la distancia, los dedos se deshacían
entre letras, esas que no perdonan tus cortes:
personajes que se desmiembran,
ya sin sus sílabas,
inaudibles.

Mais attend…

Parce que moi, je me mélange avec la fumée

domingo, 3 de agosto de 2008

VIII. Un país feliz

hoy lo vi. le apreté la barbilla,
le quité los lentes y le dije que
lo nuestro, lo de nosotros, lo de
aquellos días, cuando éramos
sólo dos, tomaba la forma de un
país feliz. y lo dije porque me
gustaba la frase, pero la palabra,
las palabras son caminos, son
puentes que se rompen y que se
vuelven a unir. puñados de saliba
convertidos en países, caras, veranos.

así fue que lo dije y mientras salían
las palabras, aquel país me invadía, y
me hacía feliz. y vi tu calle y era todo
como una película en tonos naranja,
porque allí siempre era por la tarde,
y el sol siempre se ponía detrás de tu
casa cuando tus roomates se hacían
los locos mientras nos espiaban.

mi memoria se merienda aquellos besos
que me daba cada tarde, después de
aquella clase. antes de que se fuera,
antes de que se nos acabara el mapa
y se nos perdieran los caminos de vuelta.

no olvidamos, no, pero se nos llenó la
cabeza de nubarrones, y de sueños
prestados, y de partidas tan frecuentes, y
cada vez más cojas. y así fue como llegaron
palabras nuevas, acentos nuevos, amores nuevos.

hoy lo vi. en otra calle. otro carro, otro trabajo,
otros amigos. otras ex novias. hoy lo vi y
mientras lo veía me vi un momento por dentro.

a la de antes. el pelo largo y despeinado, las
camisitas cortas, mis sandalias de cuero. la tarde
me mordía. sus ojos eran dos navajas azules y mi piel,

un papel rayado.

VII. Ventanas


Mi cuerpo creyó haberse acostumbrado a la insistencia de la luz. Allá oscurece más tarde, mucho más. La hora de las preguntas, de las fotos desgastadas, de las voces imaginadas, tarda más en llegar. Su anuncio toma la forma de un grito cansado y retardado que quiebra mi deseo a paso de tortuga. Imperceptible, pero tenaz. Llego y la llegada se me muestra contundente. Y no es el calor, ni la humedad que estalla en mi cabeza y que va devorando cada hebra de mi pelo, sino el cielo. Una marca en el tiempo. Una grieta necesaria que orientará mis días aquí. Parece que anochece, parece que el día cerrara sus puertas, pero no. Es sólo el cielo agotado por sus muchos alumbramientos.
Mi madre toma la carretera número dos a Bayamón: la odiada por todos, bayamoneses y no bayamoneses. Ayer conocí a un tipo que me dijo que para él Bayamón era ese corillo de gente que no tuvo los cojones de llegar a San Juan. Me reí, pero sin ganas. Ya mi mamá comenzó a señalar cada flamboyán que, según ella, debe ser señalado. “Deja que llegues a casa… hay una sorpresa”, me dice. Creo saber de qué se trata, pero soy buena hija. No me adelanto. Señala la casa grande con la que siempre fantaseamos y que ahora está en venta. Siempre que veo esa casa me veo viviendo en ella con mi madre. De chica me veía correteando por el patio, trepada en ese árbol grande, punto culminante de su belleza. Ya de grande, me veía sentada en sus orillas, leyendo un libro, escribiendo en mi computadora. Memorias prestadas. Es curiosa esta nostalgia por una casa a la que nunca he entrado, una casa que nunca vamos a comprar, y en la que nunca viviremos. ¿Sabrá mi madre que ya nunca más viviré con ella? ¿Se percatará de que nuestro universo se ha quebrado, y de que esto es sólo una llegada a medias, una ilusión óptica del alma?
Me cuenta, me pone al día de los eventos de la familia, de mi futura sobrina que cargará con el nombre de Mar, de las locuras de mi hermano, de las hazañas de la perra. Me cuenta y lo hace con ese tono, con esa música que se inventan las mamás cuando quieren detener el tiempo, como si el tiempo fuera la sala de la casa, y te invitaran a pasar. Como si fuera un vestido al que se le abre el cierre y aparezco yo, la hija más chiquita que se fue, la que vuelve siempre, un poco casi sin volver. Atravieso la número dos, al lado de mi madre, debajo de un cielo violeta, naranja, azul. Enlilado, surcado por los cables, las ramas de los árboles, y los rayos de sol.
Estoy llegando a mi barrio y mi madre dice lo que siempre dice cada vez que nos acercamos a este punto. Es una frase muy mamística, muy Irigaray, algo así como que si ya siento el calor materno, porque me acerco al útero, al país feliz de la niñez, al ruido del colmado Pintado que está al lado de mi casa, al rumor del viento que en esta calle, ella insiste, suena diferente, particular. La imaginación familiar, diría Lezama. Apenas sonrío. Qusiera decir que no, que no siento el susodicho vientre, que mi memoria es mala, y no por sus equívocos, sino porque se ha llenado de maldades chiquitas. Pero de ti me acuerdo mami, a ti te quiero, a ti te reconozco detrás de los meses y de los días, y de la distancia que se estira como un gato entre las dos.
Llego y encuentro la sopresa. Una alfombra roja forra el caminito que lleva a mi casa. El flamboyán que por más de 15 años se había negado a cumplir su rol paridor, ha escupido miles de flores, allá, en el tope de su cresta. “Y si lo vieras hace un mes”, dice mi madre con una emoción que yo creo que es más para mí que para el flamboyán, pero que le sirve de catalizador. Me quito los zapatos en el carro, antes de bajarme. Me encanta caminar descalza aquí, en el territorio materno, como dice mi mamá. Es ese el vínculo más sagrado entre mi casa y yo. Mis pies desnudos acariciando la grama, la calle, las raíces del húcar que sigue creciendo, que sigue metiéndose por las ventanas: comienzo del mundo. Me paro delante de mi casa que se me abre como una ventana mal cerrada que no habla, que no grita, que no empuja. Pero que canta. Son otros sus fantasmas, son otras sus voces: formas elásticas: miradas que me miran desde un pasado tan cercano como distinto. No hay sombras aquí. Sólo árboles y ventanas.

VI. Bautismo



Hoy desperté con cierta vejez. Como si el sueño hubiera durado años. Mi cuerpo pelea con un entumecimiento que no se sabe si es real, o producto de mi imaginación. Me sugestiono fácilmente. Creo que voy a tener un día de esos en los que los pies se mueven pesados, las ideas llegan lentas y aburridas, y la comida no me sabe a nada. Estoy vieja. He envejecido de la noche a la mañana. Voy a la sala y lo veo a él tan joven, tan hermoso, tan lleno de planes, de notitas pequeñas en donde escribe lo que se le ocurre a partir de la lectura, su taza de café rebosante, su pelo de comercial para shampoo. Todo en él es joven, su mirada parece nueva, como desprovista de toda la tristeza acumulada, vacío de malas noticias, malas noches, maldeamores. Eso me pasa por andar con hombres más jóvenes, aunque la diferencia sea poca, hay algo que se encuncia, un anticipo de mi vejez que se licúa ciertos momentos. Se lo digo: “Me siento vieja.” Que no, que estoy loca, que soy una niña, que tengo cara de adolescente, que me duche, que desayune, que se me vaa pasar. “Debe ser que soñaste algo.” Obedezco. Pienso en los bautismos, en el significado de renacer, de ir a las aguas y salir como un niño. No le digo nada, pero me hago a la idea de bautizarme secretamente en la piscina. Será mi rito, un rito pequeño que quizá le ponga un poco de orden a este día tan izquierdo.

Llego a la piscina (siempre estoy llegando a la piscina) y veo a Pablo, mi vecino alcohólico. No sé por qué, pero prefiero llamarlo borracho. Debe ser porque siempre está de buen humor, incluso feliz. Se ríe todo el tiempo, su cuerpo en eterna caída no es el cuerpo de un hombre derrotado sino más bien el cuerpo de un chico que disfruta de su primera borrachera. No sé cómo lo hace, pero hay algo en Pablo que no envejece. Tiene el pelo gris, un bigote ancho, muy masculino y un ágila en el brazo. Conozco a Pablo de vista, nos saludamos, nos reconocemos pero nunca hablamos. Nunca, hasta ayer. Fui a la piscina y él estaba debajo de un árbol, tomándose una cerveza. Me vio llegar y no tardó en saludarme. Creo que se cohibe cuando me ve llegar con Eric. Hablamos casi por dos horas, aunque yo trataba de leer un libro. Así fue que supe su nombre real. Sí, Pablo era un nombre ficticio, era mi personaje y sentía que ese nombre le iba bien, aunque fuera un gringo super gringo con un águila alzando vuelo en su brazo. Pablo, desde ayer, es Greg. Ni siquiera sé cómo escribirlo, ni siquiera sé si es ése su nombre. Junto al de los niños, el inglés de los borrachos suele ser muy difícil. Estira algunas palabras y se traga otras, sílabas importantísimas para los que no somos nativos, su bigote le cubre parcialmente el labio… en fin, creo que se hace llamar Greg. Sentí que se me rompía una historia que me había hecho en la cabeza, me dieron ganas de decirle que yo quería que se llamara Pablo, pero desistí. Me elogió el bronceado, y mi nombre. “Margarita? like the drink?? Awsome!!! Claro, creo que tengo un nombre bonito para los bebedores, además desde que me mudé dejé de significar “flor” para convertirme en un trago que ni me gusta. Hablamos de Puerto Rico, pero tengo la impresión de que lo confundía con Costa Rica, de pájaros (tema que Greg domina con mucha precisión) y de la vida universitaria. Me confesó que sus días de bachillerato fueron los más felices de su vida, pero que nunca pudo terminar porque le encantaban las fiestas: “Party, party, party, you know what I mean, too much freedom, too much beers, too much sex…” En fin, too much de todo. Su papá le dijo que si lo que quería era ir a fiestas y beber, se consiguiera un trabajo y él decidió enrolarse en el ejército. Al llegar a esa parte, Greg ya no dijo más. Sólo me dijo que había peleado en Vietnam y se agarró brazo, como tratando de proteger su águila a punto de volar.

V. Tedio


Nada que hacer. Miro desde lejos la ventana de la sala. El mismo árbol que insiste en meterse a mi casa, las mismas ardillas columpiándose de sus ramas, el mismo cuerpo encorvado por la disciplina del estudio frente al escritorio. Me consume el calor y este bulto de piedras en el que se ha convertido el tiempo que no quiere pasar. El estancamiento es general, llevo tres días en la misma página, de mis libros y de mi vida. Lo único que me salva de la modorra son las piruetas del humo, los círculos cada vez más perfectos que se dibujan sobre mi nariz. Me he hecho una experta enrolando en estos días. Tengo ganas de acostarme con alguien que no sea él. Un cuerpo podría rescatarme un poco de este precipio por el que me caigo cada vez que el tedio se me mete dentro de la piel y me reviste de insectos, y las musas no se asoman porque sólo llegan los fantasmas que, reacios e iracundos, no se dejan atrapar por mis relatos. Y mis ojos se cansan de seguirle la ruta a las palabras. Soy un pedazo de carne tecleando maldades. De vez en cuando me lanza una mirada, sonríe pero no del todo, es una sonrisa que pide permiso para sonreir más. Le doy permiso sólo con un gesto. Sonríe, intuye que soy suya y que al menos en este instante, confirmo un pacto secreto que olvido fácilmente.

Son las 4:51 de la tarde, pero no importa. Ni hoy, ni tampoco por los próximos tres meses. Ya he dicho que el tiempo no pasa, es sólo un manto blanco que se llena de luces y de fuegos, y de su voz que ahora canta una canción improvisada sobre pájaros que se convierten en monos y brincan sobre ramas. Monckey birds have to sing and swing all night. They have no friends. Podría matarlo con mis manos ahora mismo, ahora que trato de enderezar el día por medio de mis palabras, ahora que casi logro sujetarme del tedio y decir algo más, ahora que este pájaro estúpido que canta dentro mí quiere hablar, tú, maldito insensato, comienzas a cantar. Estoy a punto de perder el control cuando se calla. Porque lo he matado, aunque no con mis manos. Una mirada ha bastado para taladrar un poco su conciencia y dejarle saber que no soy tan de él. Al menos no con esa devoción que admite cualquier tontería, en cualquier momento. Lo miro y sabe que no me posee, dejo que cuente los segundos en los que me alejo y me lleno de una niebla que lo hunde. Ningún puente que cruzar. Sabe que cuando lo deje será bajo este mismo formato, una cosilla que se desata en un día malo, de esos a prueba del tiempo. Y sabe que será en verano.

Una brisa entra por la ventana, escurriéndose por las hojas del árbol que casi me pertenece. Una brisa fría, como de mar. Me calmo y vuelvo a él. Le digo que me perdone por haberlo mirado así, le explico que intento escribir algo. “Your novel” responde. Le digo que no es una novela, que es un libro de ensayos, o algo así, ensayos, relatos. Sólo le digo que es algo messy, y que cante, que siga cantando su canción de los monos y de los pájaros. Sonríe y me dice que no ha dejado de cantar, que canta por dentro, que está escribiendo un musical. Pienso que este tipo con el que vivo está más loco que yo, mucho más, y tiemblo de sólo pensar las cosas que escribirá en su diario, cuando es él quien se aleja y me mira, levanta una ceja y me da permiso para sonreir. Cuando son sus ojos grises los que se llenan de más gris, y me miran desde el olimpo. Desaparezco por un instante y regreso. Lo veo lavando los platos y cantando en silencio, puedo ver su diafragma contraerse, sus labios moverse, sin emitir ningún sonido. Lo quiero.

IV. Tornados

Los vientos sueltos, arrebatados de mar son casi un augurio hospitalario. Me siento hija del huracán. De las horas muertas pegada al teléfono, narrando los pormenores de esas ráfagas mojadas que le abren a patadas una ventana al tiempo que ya casi no se deja rasguñar por nada. Sólo el desastre natural ensancha el día, lo coloca entre paréntesis y lo cuestiona. No me asustan los huracanes, ni los aguaceros que azotan de vez en cuando a Atlanta. Es cuando más me gusta esta ciudad, cuando se viste de isla.

Aquí no hay huracanes, pero los aguaceros y el viento sacuden las ramas de todos los árboles, que son muchos, muchísimos en Atlanta. Hace un par de días el cielo azul se llenó de manchas grises, oscuras y espesas. El aire se puso pesado, y las hojas estaban tan quietas que me asusté. Algo pasaba. Los pájaros cambiaron el ritmo de sus melodías, las nubes grises dejaron de ser nubes y se convirtieron en una gran mancha de ollín. A lo lejos se podía divisar una línea, una marca de luz quebrando la estratosfera. Era un tornado. Llegaba así, sin previo aviso, sin pedir permiso. De ese modo tan definitivo, tan locuaz y tan sagrado que caracteriza a la naturaleza. Encendí la televisión y fue peor. Vi el rostro descompuesto de Ana María y supe que el tornado sería mucho más fácil de digerir que ese miedo aupado en su frente. No sé por qué ya no tuve miedo, aunque las noticias eran alarmantes.

Todo pasó en 15 minutos. No ocurrió gran cosa cerca de mi casa, sólo un par de ramas en el suelo, una roomate asustada y un gatito que no quería salir de la lasena. El problema es que ahora estamos bajo alerta. El miedo se prolonga. Los tornados nunca habían pasado por aquí. Atlanta era inmune, pero la naturaleza se desquita. Lo más terrible no es el tornado en sí, sino la alarma que indica que esa pelota de vientos trenzados se avecina. Es como un canto desgarrado, mitad ambulancia, mitad pájaro. A veces el sumbido del viento se confunde con el sumbido de la alarma.

El miedo también encuentra sus sonidos.

jueves, 26 de junio de 2008

esa hora del dia

Los días son largos. El sol se demora en derretir todo su fuego sobre la punta de ese edificio que tanto me gusta, y que veo desde lejos como una señal divina.
Hay una hora del día que Camila bautizó como la hora azul. Es cierto que la luz cambia, y en invierno, entre las 5 y las 6 de la tarde Atlanta se viste de azul. Pero la hora azul ya no lo es más. El verano ha trastornado su color. En junio la hora azul es más bien rosada, y aparece en todo su esplendor entre las 8 y las 9 de la noche. Es en esa hora del día en que suelo pensar en él. Es la hora en que la gente saca a pasear a sus perros, y es la hora también en la que Eric busca el guante y la bola, y me pregunta “you wanna play?” porque el sol ha bajado, aunque el calor siga siendo insoportable.
Y es esa hora del día cuando más me acuerdo de otras vidas, que tuve y que creo, tendré. Y es que el día se enrosca y se vuelve autoreflexivo. Se acuerda de sus luces, de sus colores, de los pasos de la gente, del canto de las aves, de la brisa que no mueve ni un sólo árbol. Porque no está, porque no viene.
Y es a esa hora del día (que algunos llaman noche) que descubro que mi garganta se hace polvo y el pecho me revienta y me dan ganas de llorar, pero no lloro. Y creo que me revelo contra el día, contra todos los días, contra el cielo que ha cambiado de color otra vez y me anuncia una vejez que va de lo universal a lo particular, del cielo a mi cuerpo, a mis ojos cansados y asustados por todo lo que no ven. Y entonces, es el odio.
Casi grito, casi me derrumbo, casi acabo con esta estadía que me araña la espalda cada vez que me volteo. Es el terremoto de las 9 de la noche. El techo de la ciudad se agita, miles de flechas caen sobre mí: es su risa que se ríe en otro país, son sus pasos que van trazando rutas tan lejos de mí, son sus ojos que descubren paisajes nuevos en los que mi rostro no va a aparecer, es su boca que quizá de desliza suave, por otro cuerpo, tan distinto o tal vez, tan parecido al mío.
Hay una hora del día en la que se me acaban las ganas. Y se me resecan, un poco, las entrañas.

lunes, 16 de junio de 2008

III The Swimming Pool



The Swimming Pool es una película francesa que vi hace como 4 veranos, en el Fine Arts de Santurce. En el filme hay una chica hermosa de ojos azules como el azul de las piscinas, que no es igual al azul del mar. Tiene el pelo largo, muy rubio, y uno de esos cuerpos cuya sensualidad nos lastima y nos encanta. La casa es grande, tiene muchas habitaciones y muchos balcones. También tiene una piscina. En la casa viven dos mujeres que no se conocen: la rubia que ronda los 17 años, y una escritora de unos 50 años, que llega hasta allí por sugerencia de su editor. Nada mejor para atrapar musas que esa hermosa casona. Pero la casa está poseída, o mejor, está embrujada por la juventud, por esa chica que destila sensualidad, placer, belleza, delirio, misterio. La mujer ya no puede escribir la novela que tenía en mente. La joven mujer la perturba. Quiere escribirla a ella. En mi escena favorita, la escritora se asoma al balcón luego de tomar una siesta, lleva puesta una bata muy ligera que le marca el cuerpo, todavía deseable. Entonces, baja la vista y la ve. Desnuda, devolviéndole la mirada con sus ojos de agua, desde el fondo de la piscina.

Se acaba mayo y decido darle un chance a la piscina del campus de Emory. ¿Qué podría pasar? ¿Que alguno de mis estudiantes me viera en bikini? No problem. Me levanto a eso de las once de la mañana. Eric se acerca, se tumba a mi lado para ayudarme a levantar. Le encanta socorrerme en esos minutos (que yo hago eternos) en donde me planteo detenidamente los beneficios de echarse a andar. Me he descubierto pensando si es tan importante, después de todo, renunciar a las sábanas. Sí, es mayo y estoy triste. Él lo sabe aunque no lo diga, por ese viene, por eso quiere ayudarme a despertar.

Abro la puerta y la claridad me patea la cara. Se me cierran los ojos. Mi piel se eriza al contacto del sol. Todo brilla debajo de este cielo tan insoportablemente azul. Luego de estar unos días encerrada en mi apartamento, estar parada aquí parece un milagro. Sólo tengo que llegar al umbral de la puerta para recibir señales de vida. Los árboles están más verdes que nunca, en la calle hay gente caminando en traje de baño. Tenemos una piscina pequeña en el complejo que se llena de hojas durante el invierno y el otoño. Ahora la piscina se llena de solteros. Y es que, por ahora, vivo en unos “single apartments”. Acá todo opera por clasificación. Nosotros con nosotros y los otros con sus respectivos nosotros. Lo bueno es que siempre están los que, por alguna razón, han escapado a la norma (como suele pasar) y viven, felices, con esos otros mortales con los que no deberían tener nada en común.

Vivir entre solteros es un cambio interesante, tomando en cuenta que durante el resto del año vivo en un “senior community”. Para mi sorpresa éstos, aunque jóvenes, parecen estar más desocupados que mis amigos viejitos. Hace poco leí en algún sitio (creo que nunca lo leí, alguien que lee más que yo me lo dijo) que Atlanta era una de las 5 ciudades “mejor equipadas” con solteros jóvenes y profesionales, con un futuro prometedor. Pues, parece que todos los demás, esos que rompen la feliz estadística, se vinieron a vivir aquí. Excéntricos y simpáticos. Nunca en mi vida me había sentido tan normal desde que llegué a este lugar.

Mi vecino de abajo es un músico de jazz republicano con el pelo largo. Sí,es raro. Siempre está con el volumen a tope, o moviendo instrumentos pesados. Al lado de Tom (así se llama) vive el único matrimonio que se coló por nuestros lares, una pareja de algún lugar de Medio Oriente, cuyo dominio del inglés comprende 4 frases. Esta gente seca su ropa (la íntima también) en un tendedero improvisado que alarma a todos los gringos. No sé, es como si les recordaran un pasado terrible y primitivo, algo que no pulula ni a jodías en su memoria, y algo que, of course, no cabe en el presente. Me gustan porque siempre saludan y son muy amables, y porque a falta de palabras, siempre sonríen. A veces, muy tarde en la noche escucho sus risas, sus voces matizadas por argumentos que no entiendo, sus reflexiones, sus silencios tendidos como sus ropas, en medio de cada palabra. Ella debe tener como 55 años, él un poco más. Me pregunto de qué hablarán. Qué cosas recordarán y celebrarán de ese país que dejaron y al que quizá no volverán.

Me tumbo en mi cama y comienzan las voces, ese idioma que no comprendo pero que creo amar porque los sonidos se parecen tanto a los míos, y la risa me recuerda tanto a la de mi madre, y la voz del hombre que nunca habla porque no tiene palabras, pero que se desborda en la soledad de su cuarto… voz de trueno, o de árbol viejo. Luego me siento bastante estúpida por estar pensando en países lejanos heridos por las grietas que el exilio ha abierto. Y en toda esa mierda. Pienso ahora que este matrimonio bien puede estar recordando una patria cualquiera, como Nueva York, o Texas, o Los Angeles, y que tal vez nunca han estado en su país, o que no lo recuerdan, que es lo mismo. ¿Su país, dije? ¿Y qué coño es un país, y qué quiero decir cuando digo su país, en dónde está si no aquí, al lado de mi puerta? Tengo un instante de lucidez y me veo tramando sobre esas vidas, construyéndoles recuerdos, afectos, responsabilidades, como un mal escritor muerto de sed buscando cualquier cuerpo para inventarse una historia aburrida, repetida y llena de miedos. Yo también me asomo al balcón después de mis siestas y veo nadar a las musas.

Dos apartamentos más a la izquierda, vive Pablo. Tiene 45 años pero parece de 65. Es alcohólico y ha llegado a ese punto en el que ya no hay por qué ocultarlo. Todos lo sabemos, y todos, un poco en secreto un poco a viva voz, lo queremos. Recuerdo que hace exactamente un año iba al mercado cuando tropecé con el brazo de Pablo. Su cuerpo yacía en el pasillo de su edificio, desde donde se llega a los demás apartamentos. Su brazo impedía que la puerta se cerrara del todo. La abrí como pude y me incliné para ver si el hombre (en ese momento no sabía su nombre) estaba respirando. Bastó que me arecara para oler el alcohol en su piel. “Bueno,” pensé, “éste se divirtió anoche.” Poco tiempo después me di cuenta de que Pablo no se divertía. Era un tipo amable, y dulce con un gran problema. Estaba triste y estaba solo, y yo ya nunca iba a saber cómo era Pablo. Cómo miraba cuando se enamoraba, como se sentirían sus manos sobre mis hombros si pudiera sostener su cuepo. ¿Quién era este hombre antes de que eso que le pasó, pasara? Al regresar del mercado Pablo ya no estaba tirado en el corredor, pero la alfombra retenía su olor y su forma. Ahora Pablo era una huella.

Llego a la piscina. Me tumbo en una de las sillas y comienzo a leer. El blanco de la página me ciega. Busco mis gafas. Debo ser la persona más bronceada. Creo que soy también la que lleva el bikini más pequeño. Me siento rápido, no quiero pasearme por los alrededores de la piscina. Aquí no es como allá. Me recuesto y comienzo a leer el libro de Zygmunt Bauman “Liquid life.” Ya sé, es bastante stúpido, sobretodo porque la portada del libro es una foto de una piscina. La gente pasa delante de mi y me ve leyendo un libro que parece un manual de instrucciones sobre cómo divertirse en áreas recreativas. Pero no. Liquid life es un intento por narrar cómo se vive en la sociedad de hoy. En la vida líquida todo lo nuevo se hace viejo antes de que algunos (como yo) hayan terminado de decirlo. Todo lo nuevo…ya se hizo viejo otra vez, y no tuve tiempo para terminar. Así, no sólo los objetos se obsoletan con una velocidad extrema, sino también los sujetos que no pueden mantenerse a la altura (a la velocidad) de estos tiempos, expiran rápidamente. Todos compramos y somos comprados por eso que nos asegura y nos define. Y digo todos, sabiendo que en la vida líquida todos los demás (que son la mayoría) quedan relegados a la más absoluta invisibilidad. Pero entre la invisibilidad y la imbecilidad… La vida líquida, una secuencia de muertes.

Estoy aquí, en el primer mundo leyendo sobre la vida líquida, tumbada en una silla de playa, encajada en una universidad de niños ricos que no temen llevar sus lujosas y mínimas computadoras portátiles hasta el borde de la piscina. Ellos saben que pronto tendrán que deshacerse de esos súbitos dinosaurios que podrían morder sus preciosos y delicados dedos. Recuerdo a Pablo, no creo que tenga computadora. Lo veo ladeando su cuerpo, tan lejos de este mundo en el que me sumergo ahora, un mundo al que se puede llegar en 20 minutos andando.